Relatos

Miguel Lobo Carquesa

La campana de la torre de la Iglesia repicó 7 veces. Miguel llevaba un rato despierto, tras una noche donde a duras penas habría conseguido conciliar un sueño continuado un par de horas, si llegaba. Una casa, un dormitorio y una cama que no eran los suyos, un pueblo del que hacía años había huido, y un hermano de sangre fallecido el día anterior. La suma de los factores le hicieron intuir, ya cuando se echó a dormir por la noche, que iba a pasar la noche en vela.

Aún así alguna cabezada había podido dar, entre vuelta y vuelta en la cama, azuzado por miles de pensamientos que se le venían a la cabeza. Su hermano Pedro había muerto el día anterior, joven para lo que se podía esperar de una persona de su generación, incluso considerando los casos de cólera que se estaban dando por todos los países del Mediterráneo incluyendo España. Miguel había vuelto a Aroche ese mismo día, con las complicaciones que la inmediatez y urgencia de una ocasión así suscitaban.

Aroche. Su pueblo natal, del que tantos recuerdos guardaba, y no todos buenos precisamente. Como era temprano y necesitaba despejarse pues le esperaba un largo día, decidió dar un paseo ahora que el pueblo estaría todavía en una acogedora calma matutina. Realizó sus abluciones mañaneras, bebió un poco de agua y salió a la calle. El día anterior no había tenido mucho tiempo de volver a apreciar los rincones del lugar que le había acogido algún que otro lustro. Caminó un par de calles y reconoció inmediatamente la casa de Antonio Pérez, aquel amigo de su juventud que le había introducido en la logia «Hijos de la Luz». Recordó cómo tuvieron que pasar al menos tres (¿o habían sido cuatro?) años de amistad hasta que Antonio le confesó que era masón y le invitó a acudir a una reunión de la logia del pueblo. Según Antonio, pertenecer a la misma era un privilegio del que sólo algunos podían disfrutar, y ante todo era una sociedad a la que sólo se podía entrar con cierto nivel intelectual y unas ideas que no todo el mundo compartía. Tras muchos debates y arduas explicaciones sobre la figura de su amigo en las asambleas, Antonio consiguió convencer al resto de integrantes, y Miguel pudo asistir a su primera reunión. El estar delante de la casa de Antonio le hacía recordar perfectamente lo nervioso que se encontraba ese día: la presión de tener que estar a la altura y justificar las insistencias de su amigo en que le consideraran digno de pertenecer a su selecto club. Sonrió para sus adentros mientras esperaba delante de la puerta, como esperando y deseando que alguien saliera, aunque no fuera su antiguo amigo (quien ni siquiera sabía si seguía viviendo allí). Todos aquellos nervios que tuvo en su momento y que recordaba vivamente se pasaron rápido, y Miguel terminó siendo  denominado Volney, Venerable de «Hijos de la Luz» y por tanto cabeza de la misma, durante un respetable tiempo.

Retomó su paseo y tras varios giros y bajadas llegó a donde quería llegar. Allí seguía, la farmacia que durante tantos años le dio de comer. Una farmacia que le generaba sentimientos enfrentados: estaba mejor ubicada y más en el centro que la que le habían asignado en Cortegana, donde vivía ahora, pero a pesar de todo lo que había ocurrido, le daba nostalgia verla de repente, tiempo después, seguramente con los mismos clientes de antaño, llevando las mismas recetas de siempre, trayendo las mismas conversaciones banales que poco o nada cambiaban de una semana para otra. En su día todo aquello le provocaba incluso hastío: años de carrera y horas de laboratorio para acabar en una farmacia de un pueblo pequeño del sur de España donde algunos, como Florencio al que recordaba especialmente, pasaban por allí sólo para dar conversación de un par de minutos y marcharse sin comprar nada. Sin embargo, estando allí parado en la puerta, de repente se dio cuenta que echaba de menos todo aquello, incluso a Florencio. Esa mezcla de rutina y complicidad con sus vecinos, a los que llegaba a conocer mejor que algunos miembros de su familia, en el fondo era algo que le había gustado aunque en su momento no quisiera admitirlo. Asumida la realidad, se animó a esperar en la puerta el rato que quedaba hasta que abriera la farmacia, para ver si veía a alguien conocido. Intuía que lo haría la misma persona que le sustituyó en su plaza cuando por fin pudo venderla y se fue a Cortegana. Se habría quedado a comprobarlo, pero de repente pasó una mujer. Mujer que aminoró el ritmo de zancada a medida que pasaba a su altura, mujer que se le quedó mirando sin ningún tipo de pudor, como si estuviera viendo un fantasma, y mujer que él reconoció como antigua vecina de la que no recordaba el nombre, pero sí haberla atendido alguna vez, visto camino de la Iglesia, y si no recordaba mal era la hija de tal y hermana de cuala. La mirada era una mezcla de estupor y reproche, y bien sabía él lo que había detrás de ella. La decisión que había tomado de quedarse a esperar se tornó súbitamente en un «Miguel, aquí no eres bienvenido, mejor es que escampes».

Y así hizo. Con un gesto improvisado como de haberse olvidado algo y sin hacer ademán de saludo a la susodicha mujer, puso pies en polvorosa. Anduvo un par de minutos rápido, decidido a volver a la casa de su difunto hermano para no volver a tener un momento así de incómodo. Sin haberlo planeado, apareció en la plaza del Ayuntamiento. Se quedó estupefacto: estaba todo igual que el día que decidió marcharse. Bueno, marcharse…sería inapropiado reconocer que se marchó por su propio pie o que fue enteramente decisión suya. «Tienes la cabeza llena de ideas demasiado modernas, Miguel«. Eso le habían dicho. ¿Y todo por qué? ¿Por ser masón? Bueno, no era el único del pueblo que lo era. ¿Por ser farmacéutico, estar bien posicionado y tener un nivel cultural por encima de la media? Siempre había creído que España era un país de envidiosos, pero no lo veía justificación para tanto. ¿Por ser Presidente del Comité Republicano de Aroche? No es que el pueblo se caracterizara por su progresismo político, pero tampoco estaban en las antípodas de la izquierda. Todo sumado podría dar cierto malestar o antipatía a según qué personas del entorno, pero él sabía perfectamente que la gota que hizo colmar el vaso fue otra. Miró a la torre de la Iglesia y le recorrió un pequeño escalofrío. Demasiado poder, demasiados sermones en contra de tener hijos fuera del matrimonio, demasiados mensajes en su contra… Honestamente, el pueblo había aceptado su masonería, su republicanismo, sus ideas progresistas, su estatus social…pero no le pasó que concibiera hijos con su criada sin estar casados. Así de simple, así de triste. Así que cuando aquella muchedumbre se arremolinó en la plaza del ayuntamiento aquel día a gritar que había que echarle del pueblo, que estaba corrompiendo a sus habitantes, que si la moral, que si la fe…no se lo pensó más, y muy a su pesar, decidió irse.

Y hasta ese día, donde tristemente había vuelto por la repentina muerte de su joven hermano, aunque no tan joven como lo era su querida hermanita Enriqueta cuando falleció, que no llegó a saber ni lo que era la adolescencia la pobre. No soportaba ponerse sensible en público, así que puso rumbo a casa, abrió la puerta sin hacer apenas ruido, pasó de puntillas hasta la que le habían dejado de habitación para que su cuñada y sobrinos no le oyeran, y se encerró. Estaba consternado y agitado, la vuelta le estaba afectando más de lo que pensaba. Y sobre todo, más de lo que podía soportar. Dio varias vueltas al dormitorio revolviendo sus ideas, sabiendo que iba a tomar una decisión dura, o para ser exactos, que ya la había tomado.

Buscó por los cajones del escritorio una estilográfica y papel, y una vez hallados, se sentó y se paró un momento a reflexionar. No podía acudir al funeral de su hermano en aquella Iglesia, y no era capaz de mirar a los ojos a Juana para contárselo. No sabría explicarle bien los motivos pues ni él sabía si estaban verdaderamente justificados, pero su corazón no le decía otra cosa en ese momento. Así que suspiró, mojó la pluma en la tinta, la apoyó en el papel, y escribió la carta que dejaría encima de la almohada antes de volver a marchase del pueblo, esta vez sin que nadie lo notara.

***

Queridos sobrinos y estimada Juana,

Vuestras penas las comprendo, porque se confunden con las mías.

¿Quién os acompaña de la familia de vuestro padre y marido? La soledad.

La fatalidad así lo tenía dispuesto para que mis hermanos murieran sin la vista y el concurso de su otro hermano, pero sin embargo yo os acompañaré en espíritu, y a vuestro padre con el alma deshecha en llanto en su última carrera por este valle de sufrimientos.

Ya estamos apurando las últimas gotas que componían las familias, y muy pronto seremos reemplazados por Miguel, Félix, Segismundo, Dantón y Horacio. Que cada uno sea para los demás un padre cariñoso y un hermano verdadero.

Mientras ocupo interinamente el puesto de jefe de familia, no dudar de mi patrocinio y consejos en todos vuestros lances de la vida…que yo pondré mis cinco sentidos en que salgáis en palmas y victoriosos.

Sed honrados, que la honradez es una llave que os abre las puertas del bien. Obedeced a vuestra madre, que es la mayor santidad que hay en la Tierra, y no provocarle disgustos que aumenten sus penas. Así, pues, os encargo que la mayor armonía que puede haber en la familia es la que está basada en el cariño que se tengan los miembros que la componen; es decir, el cariñoso respeto de todos hacia la madre, y después al mayor en ausencia de ella. Así los mandatos de la madre son órdenes que todos están obligados; y en cuestiones de campo, lo que disponga el mayor.

De esta manera, podréis conservar la paz en la familia y a vuestra madre llena de consuelo en sus aflicciones.

Mucha salud, felicidad y consuelo os desea vuestro tío que os quiere.

———

Miguel Lobo Carquesa nació en Aroche en 1856. Fue republicano, miembro de una logia masónica, farmacéutico, tuvo hijos fuera del matrimonio, y abandonó Aroche para irse a Cortegana en 1912, pueblo vecino, donde abrió otra farmacia y donde falleció años después.

Hijo de Rafael Lobo Guzmán y Felicia Carquesa Coletes, tuvo dos hermanos: Enriqueta Lobo Carquesa, fallecida de pequeña, y Pedro Lobo Carquesa, mi tatarabuelo materno, y a quien dedicó la carta que he reproducido aquí tras su muerte.

3 comentarios sobre “Miguel Lobo Carquesa

  1. He encontrado este artículo precisamente buscando algo sobre Pedro Lobo y es que yo podría haber sido biznieto de Pedro. Así lo dice el certificado de matrimonio de mi bisabuela Victoria, cuando se volvió a casar en 1908 con Emilio: «viuda de Pedro Lobo Carquesa». Ella tenía (según el certificado) 27 años cuando volvió a casarse. La historia resulta curiosa, porque precisamente habla del momento en que Miguel volvió al pueblo por la muerte de Pedro. Una historia desde luego que no conocía (y que con el tiempo tampoco creo que debamos juzgar).

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    1. Buenos días. Muy curioso lo que cuentas. No sé si nos conocemos en persona o si finalmente resultará que somos familia lejana, pero voy a intentar averiguarlo. Mientras tanto, espero que te haya gustado el relato (basado en hechos reales pero novelado, claro está) y cuídate mucho. Un saludo.

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  2. No sé si ocurrió exactamente así, má, se non è vero, è bien trovato. En nuestra familia hay historias para una o varias sagas, algunas de las cuales ya conoces y otras que también merecen la pena ser contadas. Yo las estoy recopilando y alguna vez te las pasaré para que tú, que lo haces mejor, las cuentes

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