El sofá Schäer, el armario Niksommen y la balda Bülmmės.
Juan había llegado a Hiquea con las ideas muy claras: necesitaba un sofá, un armario y dos baldas. Punto pelota. No necesitaba más pijerías ni muebles innecesarios. Tenía un presupuesto en mente, había medido los espacios donde quería colocar los nuevos muebles, había mirado en el catálogo de Internet las opciones que había, y había elegido los que le había parecido que tenían mejor calidad-precio. La jornada no debía ser muy larga y podía ir a tiro hecho. Todo debería ir bien.
Salvo por Ana.
Ana se había empeñado en ir con él. No se fiaba de las compras por Internet y necesitaba ver los muebles en persona. Aunque la verdadera razón era otra y era perfecto conocedor de ella: no se fiaba de él.
Es sábado, son las 10 y están a la hora de apertura en la puerta de Hiquea. Ya hay gente, más de la que él esperaba. También hay un grupo de hombres que están en la puerta mirando, sin esperar para entrar. «¿Transporte? ¿Montaje, amigo?». Respuesta negativa obviamente, pues en su presupuesto no estaba gastarse más en algo que podía hacer él mismo con su coche y con sus manos. Era la primera vez que entraba en Hiquea y su primera impresión fue «pues esto no es tan grande». Con el pedazo de edificio que se ve por fuera y luego esa entrada tan modesta.
La primera sección de la primera planta y bingo: sofás. Por internet había visto el modelo y lo reconoció de lejos al instante. Ya había varias personas mirándolo y se apresuró a contactar con una empleada. La cosa fue rápida: papelito de pedido, algún que otro dato y en sólo 5 minutos ya tenía un sofá. La chica que le había atendido sacó un mapa impreso y le señaló que tenía que recogerlo en otro edificio pero que estaba allí al lado. Bueno, un mal menor. Miro a Ana sonriendo, que no había puesto pegas al sofá: «cariño, a las 12 en casita y esta noche dormimos con todo montado». Su gozo fue supremo cuando vio que la sección de armarios estaban a continuación de los sofás. Todo iba de perlas.
Allí estaba el armario Niksommen, tal y como lo había visto en la web. Buscó de nuevo a un dependiente para que le sumara a su ficha de pedido el armario y recogerlo luego. Para su sorpresa, el dependiente le comentó que no, que salvo productos grandes, el resto tenía que cogerlos el propio cliente de la zona final, y que lo que tenía que hacer era una foto al código de ubicación del mueble y buscarlo luego. Bueno, no le parecía el mejor mecanismo, pero qué le iba a hacer, seguro que no era tan difícil al final.
Llevaban andando 5 minutos buscando la zona de baldas. ¿Por qué tenía que pasar por todas las zonas para llegar a una que quería en concreto? Iba a preguntar a alguien la manera de acortar, cuando notó que no tenía a Ana al lado. Se había parado al lado de una mesilla de noche. «Ay cariño, esta mesilla me encanta. Aquí podría dejar yo mi libro y mis gafas al leer por la noche sin tener que levantarme de la cama», «Pero Ana, la mesilla no estaba en la lista para comprarla», «Ya lo sé, pero es que mira, no cuesta nada, ocupa poquísimo y es súper útil. Venga le hago yo la foto para luego». Click. Foto hecha. Ya tenían un trasto más que llevarse y un descuadre de 30 euros.
Llegaron a la zona de baldas con un descuadre de 70, porque el puff, la silla, una lámpara para la mesilla de noche y una caja para debajo de la cama también eran necesarios. Pero aquellas ideas de Ana no habían sido suficientes. Ahora resulta que la puta balda no podía comprarse: como maldita abogada que era, se había acordado ahora que en el contrato de alquiler ponía que no se podían hacer agujeros en las paredes, y claro la balda Bülmmės los necesitaba. «Pues habrá que comprar una estantería». Las habían dejado atrás hacía ya no sé cuánto tiempo.
40 minutos después, 3 discusiones, 4 indecisiones, no sé cuántas fotos del móvil y un carrito con utensilios de cocina y baño que de repente eran estrictamente necesarios, tenían el código de la estantería Rüghar y el descuadre era ya de 170 euros. Estaba negro y de repente ya no se veía tan enamorado de Ana. Maldito el día en que su amigo Víctor se la presentó. Maldito Víctor, qué coño.
Obviamente y visto el panorama, llegar a la parte final con un descuadre de 210 euros era ya lo de menos: cuando Juan vislumbró lo que ya sí era una nave NAVE industrial con pilas altísimas de cajas de muebles que se replicaban pasillo tras pasillo y una marabunta de gente a lo que ya era casi la hora de comer, tragó saliva y cogió un carro. Se creía atlético, pero cuando llegó a la caja estaba sudando y se le había caído la estantería Rüghar 3 veces en toda la odisea que intentaría olvidar el resto de su vida.
«Cariño, dejamos las cosas en el coche y comemos, que yo no puedo más». Ves tú, ahí sí le daba la razón. Volvía a tenerle cierto cariño a Ana y a Víctor. Apilaron todo en el coche como pudieron, y tras una cola de tres pares en el comedor, Juan al menos se iba a ir con ganas de volver a aquel infierno solamente por la comida, abundante y barata. Prefería pensar que las noticias de trazas de heces y carne de caballo habían sido artimañas de la competencia.
Ahora ya sólo quedaba recoger el sofá. Después de haber vuelto a negar a los transportistas de fuera («Pero Juan, si no vamos a ser capaces solos», «Que no Ana, que ya suficiente hemos gastado»), fueron al otro edificio. Y el sofá, como era de esperar, no cabía pero ni aunque el coche hubiera ido vacío y hubiera hecho el camino automático a casa sin pasajeros. Juan estaba exhausto y el suspiro de Ana a su lado que hacía intuir un «te lo dije» como una catedral de grande, lo remató: a negociar precio de transporte, que al menos consiguió convencerla de no incluir el montaje.
Casi 300 jodidos euros de desfase y con un retraso de más de 3 horas sobre su hora prevista, llegaron a casa. Como estaban exhaustos, Ana y Juan se echaron a dormir un rato. Hubieran dormido por separado porque la tensión era latente, pero no tienen el sofá montado aún, claro. Al despertarse, se pusieron manos a la obra con el armario Niksommen. No preguntéis cómo ni por qué, pero a la hora de la cena Ana y Juan sólo se habían hablado para discutir («¡Es que lo estás poniendo mal coño!», «¡Pero no ves que así no es!», «¡Joder que me has hecho daño en la mano, carajote!»). Y lo que era aún peor, no tenían el armario terminado de montar.
Ana se había ido a dormir a casa de una amiga y le había soltado que el domingo montara el resto él solito, y que si no que hubiera contratado a aquellos señores. Mejor, así montándolo solo seguro que lo hacía mejor. Mejor no, pero más lento seguro. Para la hora de comer del domingo, sólo había conseguido montar el armario. Como la satisfacción de verlo montado y que encajara perfectamente en su sitio era tan grande, aprovechó la motivación para animarse con el sofá (que tenía pinta que cuando volviera Ana iba a dársele uso). Aquello era un monstruo pero ya le había cogido práctica a seguir las instrucciones y poco a poco fue montando un brazo, otro, el bloque central, el extremo del lado izq…un momento, ¿y los malditos tornillos que faltaban? Buscó como un loco por todo el salón, entre cartones acumulados y plástico. Ni rastro. No quedaban tornillos Plūngên y le quedaban al menos 3 o 4 que usar. No se lo podía creer. Empezó a convulsionar en una risa nerviosa justo cuando Ana entraba por la puerta. Ante el panorama y la respuesta a la pregunta de Ana que por qué se reía así, ésta volvió a emplear el suspiro del día anterior y dijo «me voy a la cama, tú sabrás lo que haces».
El día siguiente llamó a su jefe y le pidió trabajar desde casa dadas las circunstancias. Enfiló a las 10 con un cabreo considerable a Hiquea. La mesa de salón Frïerter, el sommier Løergaer, la balda Bülmmės…volvía a verlo todo pasar ante sus ojos. Reclamó a voz en grito las piezas que le faltaban, montó un espectáculo innecesario, volvió a casa y terminó de montar el dichoso sofá Schäer de los huevos. Se le había olvidado el móvil del trabajo en casa: 7 llamadas perdidas de su jefe. Bronca que te crió. Ana volvía a casa, vió el panorama insitu, y esta vez no le dijo nada. Al menos Juan pudo dormir en el puto sofá de los cojones.
Tanto trajín y el dormir en el sofá le pasaron factura y se levantó malo. Llamó a su jefe y el tono de respuesta le dejó frío. De Ana no tenía ni noticia. Después de reposar por la mañana, se encontró mejor y dijo «a tomar por culo, esto lo monto yo hoy». La estantería Rüghar era el más sencillo de todos, pero era un mueble considerablemente alto. Cuando terminó por la tarde, levantó el armatoste y pum. Volvió a apoyarlo en la pared y pum. Qué coj…mierda. No había considerado la altura de la estantería que no estaba en su lista desde un principio y LA RÜGHAR DEL DEMONIO DABA CON LOS TUBOS SALIENTES DE LA CALEFACCIÓN CENTRAL. ESTO ERA EL COLMO Y EL MALDITO PEOR DÍA DE SU DÍA.
Desmontar la estantería Rüghar, miércoles, día de asuntos propios, Hiquea, la mesa de salón Frïerter, el sommier Løergaer, la balda Bülmmės, aquel infierno de gente también un puto miércoles, banderas de Suecia, devolver la estantería Rüghar, comprobar una por una las medidas de todas las jodidas estanterías con nombres impronunciables que sólo sabrían decir en aquel país gélido lleno de rubios tristes y amargados, salir, ni siquiera negociar el precio con un tal Dimitri para transporte y montaje, descuadre de 400 euros. En 15 minutos Dimitri le monta la estantería Grømenagüer o como coño se diga. Se sienta en el sofá y mira alrededor. Ya se siente completo.
A la mañana siguiente vuelve al trabajo y encuentra una caja encima de su mesa con todas sus cosas. Despido procedente. Le parece hasta justo. Vuelve a casa y encuentra un piso con muebles pero con menos cosas de las habituales. En la mesa del salón una nota con la letra de Ana: «No aguanto más. Me voy». Bien, una menos para estropear sus amados muebles. Se abre una cerveza, abre Instagram y ve que su amigo Víctor sube un story con dos copas de vino en una mesa: «bienvenida @ana_gonzalez87». Ojalá se peguen mutuamente sífilis y gonorrea y sean felices en su mierda de piso con muebles que no son de Hiquea. Sin pensárselo mucho, abre el ordenador y 3 pestañas de Google Chrome. En una busca «sede central de Hiquea», en otro «vuelos a Suecia» y en el último, «comprar armas sin licencia en Suecia». Pero qué feliz era haciéndolo sentado en su sofá Schäer, Förbannelse.
Un comentario sobre “Förbannelse”