Antes de salir de casa, se cercioró de que cumplía con la Operación Cebolla. De pequeño una vez le había dicho esa expresión una profesora de su instituto, le había hecho gracia y se la había guardado para sí. El ritual era bastante esquemático, y simplemente consistía en ponerse tantas capas de ropa como le permitiera el cierre del abrigo: camiseta interior, camiseta térmica de manga larga, camisa, jersey gordo, braga para el cuello, gorro, guantes de nieve, doble capa de calcetines, mallas de deporte, pantalones de pana y botas de montaña.
Algunos dirían que era un exagerado, pero él no estaba acostumbrado a tanto frío, y lo que estaba pasando en Teruel era denunciable. Es cierto que llevaba ya 6 años trabajando allí, pero no terminaba de hacerse al clima que todos los inviernos le regalaba la ciudad. Además, el de aquel año estaba siendo especialmente duro.
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Tras dejar aparcado su coche, equipado debidamente con las cadenas que le habían regalado sus compañeros de trabajo por su cumpleaños el primer año en la ciudad, entró en las oficinas que se encontraban a las afueras de la capital de provincia. El día había amanecido nevado, estaba nevando cuando cruzaba la puerta, y por lo que había visto en las noticias todo parecía indicar que seguiría nevando y que hasta iba a ponerse peor.
No había tenido tiempo a entrar en la bandeja de entrada de su correo cuando el director de su división le llamó a su despacho. Manolo, o «Don Manu» como le llamaban en los corrillos, tenía esa maldita costumbre. En los 3 años desde que le ascendieran a ese puesto de semi-dios de la oficina había conseguido que todos le odiaran y que en los ratos de café, el 90% del tiempo consistiera en críticas e insultos hacia el jefazo y el otro 10% a fútbol y planes de fin de semana. Pero de todo lo que ese hombre hacía, lo de llamar al teléfono de cada uno cuando su despacho estaba a escasos metros del resto de empleados era algo que a él, particularmente, le superaba.
– Te he dicho mil veces que llames a la puerta antes de entrar, Juan.
«Empezamos bien» pensó. Daba igual que Manolo le hubiera llamado para que acudiera. Don Manu era implacable y no consentía que su rebaño se dispersara y olvidara la autoridad suprema de la compañía. Juan aguantó mascullando por dentro los improperios que soltó durante 15 minutos su jefe, que si los resultados iban fatal, que si el presupuesto no se estaba cumpliendo…él hacía como que anotaba todo, más por paripé y por no tener que mirarle a la cara que otra cosa. De reojo, miró por la ventana en un momento dado y comprobó que casi no se veía nada: el temporal era considerable, caía nieve como no había visto en su vida y a más de 3 metros la visibilidad era nula. Mientras pensaba preocupado en su coche y en cómo sería capaz de volver a casa, escuchó algo que le dejó de piedra pues se había perdido los últimos segundos de charla.
– …así que ya sabes, hoy mismo le dices a Susana que recoja sus cosas y que se vaya.
Manolo tuvo que notar el cambio de gesto en su cara. Balbuceó algo que pretendía decir que no había entendido bien y, entre más improperios, volvió a escuchar perfectamente lo que se temía: tenía que despedir a Susana ese mismo día.
Susana llevaba 13 años en la empresa. Unos 50 años, madre divorciada con 3 hijos, 2 de ellos aún adolescentes, y un encanto de mujer. Aunque Juan había entrado en la empresa bastante después que ella, le habían contratado precisamente como su jefe al tener más experiencia en el sector y una formación más especializada. Pero Susana, en lugar de mostrarse envidiosa o resentida por no escalar a un puesto que por años en el departamento seguramente merecía, le recibió el primer día con una caja de bombones.
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«Maldita sea mi estampa». Llevaba un par de minutos encerrado en el baño con miedo a salir fuera, a esa realidad donde tenía que ser el malo de la película. Sabía que podía poner muchas excusas, echarle la culpa a otro…pero quien tenía que mirar a la cara a Susana y lanzarla cual perro apaleado a una incierta suerte laboral era él. Cuando dejó de temblar, se echó agua en la cara, se dió un par de tortazos y salió.
Recibió sin darse cuenta el empujón de un compañero. En lugar de pedir disculpas, Sergio del departamento de compras le dijo entre eufórico y preocupado «está toda la ciudad colapsada, Juan». Siguió corriendo a Sergio a uno de los ventanales de la oficina, donde el grupo habitual de los cafés se arremolinaba al lado de un ordenador. Antes de escuchar lo que estaban murmullando, se fijó que fuera de la ventana no había nada. Una masa blanca en movimientos violentos que no dejaba ver absolutamente nada.
– Los aeropuertos más cercanos han cerrado, el tráfico está paralizado y han cortado casi todos los accesos de Teruel. Los colegios han enviado hace una hora a todos los niños a casa y las empresas están haciendo lo mismo con sus empleados.
Era precisamente Susana quien les leía la información del Diario de Teruel. Antes de que se le pasara el valor que había acopiado hace unos minutos, le dijo disimuladamente a Susana si podía hablar con él un momento. Notaba que le sudaban las manos y que tenía un ligero temblor de todo el cuerpo, entre pavor y odio hacia la persona que le estaba obligando a hacer todo eso.
– A ver Susana, acabo de hablar con Manolo…yo no estoy para nada de acuerdo, pero…
Se interrumpió cuando empezó a oír los gritos. Salían del despacho de su jefe, y para nada se hubiera sorprendido pues sus numeritos de enfados eran habituales, sino fuera porque esta vez había elevado el tono más de lo normal. La chica de Recursos Humanos que apenas llevaba 2 meses en la empresa salía llorando del despacho seguida de Don Manu, que con la cara roja y descompuesta comenzó a vociferar mirando a todos los que estaban cerca.
– ¡Aquí no se va a casa ni Dios! Me importa una puta mierda la que está cayendo: hay que hacer el cierre del trimestre, rehacer el presupuesto y sacar la oferta del mes que viene. Si no queréis que haya otra persona que recoja sus cosas hoy, más os vale volver a vuestros puestos y seguir trabajando.
Susana giró la cabeza hacia Juan y le miró aturdida, comprendiendo la situación. Juan iba a comenzar a hablar cuando apareció Sergio de nuevo.
– Da igual, no es él quien decide que nos quedemos: las salidas del edificio están bloqueadas por la nieve. Estamos encerrados.
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Se comió la última galleta del paquete que tenía en su mesa y fue al baño a beber agua, mucha agua. Decían que beber líquido en abundancia calmaba el hambre, pero después de 2 días picando de las sobras de lo que habían encontrado por el edificio nada le parecía suficiente. El resto de empresas que estaban alquiladas en ese bloque de oficinas habían salido antes de que se bloquearan las salidas, y tuvieron que derribar las puertas entre todos para acceder a ver si había comida. La ciudad y todos los alrededores estaban en alerta máxima por el temporal, y los servicios de emergencias no daban abasto. Por lo que habían podido leer por Internet, había habido techos de varios edificios que se habían venido abajo por el peso de la nieve, entre ellos el de un par de colegios que no habían tenido tiempo de evacuar a todos los niños. Rescates en casas, oficinas del centro, carreteras…el caos en gran parte de España era total, las comunicaciones desde sus oficinas estaban prácticamente muertas y de momento no había podido venir nadie a rescatarles. Les habían comunicado por teléfono que tendrían que aguantar 1 o 2 días más hasta que las emergencias más críticas fueran solventadas. El pánico había cundido en la oficina, no desde la noticia de estar encerrados, sino desde que empezaron a ser conscientes que no sabían cuándo saldrían de allí. Aparte del hambre, lo peor era el cansancio: no estaban en una oficina acondicionada para dormir, la calefacción había fallado el primer día de bloqueo por la noche y no podían usar sus abrigos para al menos estar acolchados, sino que tenían que usarlos de mantas. Dormir en una silla era incomodísimo.
– Sin embargo aquí el marqués duerme como un lirón encerrado en su despacho, en su sillón reclinable y con el calefactor encendido todo el día.
Las quejas venían precisamente de Susana, que miraba a su lado el despacho de Manolo con envidia y odio. Efectivamente el que mejor situación tenía de todos era el jefe, que con las comodidades del despacho llevaba 2 días como si estuviera en su casa. Apenas había hablado con ellos estos días, sólo un poco de la situación y de que mantuvieran la calma. Aunque el muy hijo de puta había tenido la poca vergüenza de proponer que siguieran trabajando para sacar trabajo y que así no se acumulase.
– Y encima no ha compartido nada de lo que tiene en el frigorífico de su despacho…es irónicamente el único que parece mejorar de humor con los días – Juan puntualizó esto último mientras clavaba la mirada en Susana, quien asintió apretando la comisura de los labios.
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Habían pasado 24 horas desde la última comunicación con el 112. 3 días y medio en total desde que entró por la puerta del edificio. No quedaba nada de comer desde la noche anterior. Cada vez hacía más frío en la oficina. La desesperación era total, y alguno en la oficina era tan pesimista que llamaba a sus familiares en tono de despedida. Él sabía que no era para tanto, pero llevaban tanto tiempo allí que comenzaba a preocuparse seriamente. De frío sabía que no iban a morir, pues con o sin calefacción el edificio estaba medianamente aislado. Pero nunca había pasado tanta hambre en su vida.
– Juan no puedo más…mi estómago no para de sonar y me estoy empezando a acordar de la película “Viv…”
Dejó de escuchar cuando vio que Manolo salía de su despacho de haber dormido toda la noche como un lirón. Se frotó las manos, sonrió, miró a un lado y a otro, y dijo:
– Bueno señores, ya ha pasado el fin de semana y sé que estamos todos preocupados, pero esto se solucionará seguro hoy. Mientras tanto no tiene sentido que sigamos de brazos cruzados pues no vamos a solucionar nada, así que vamos a trabajar.
– ¿Pero tú eres subnormal?
Se sorprendió, pero quien había dicho eso era el propio Juan. Manolo le miró con cara de circunstancia, entre otras cosas porque mientras le insultaba había dado 2 pasos hacia él. Ahora que estaba más cerca, comprobó que el muy cabrón tenía todavía restos de algo de comida del desayuno en los dientes.
– Juan no te consiento que me hables así, soy tu jefe y ya puedes disculp…
No le dio tiempo a terminar. Juan había cogido una grapadora de la mesa de al lado, sacó fuerzas de donde no las tenía gracias a la rabia contenida todos esos días y le propinó un golpe en la sien que tumbó fulminante a Manolo. Apenas cayó, Susana apareció por un lado y le pateó la cabeza como si fuera un balón de fútbol. Sergio empezó a gritar que se calmaran todos pero el resto de personas de la planta era ya una jauría que quería también descargar su ira contra algo. Agachados al lado del cuerpo inconsciente, o muerto, le daba igual, de su jefe, comenzó a quitarle las capas de ropa que tenía. Cuando tenía el torso ya desnudo, miró a Susana cuya baba caía por su mentón.
– Él me dijo que te echara porque no valías nada.
Fue el impulso que necesitaba su compañera. Decidida, se abalanzó hacia delante. La parte que primero tocaron fue su brazo, y la primera que pegó un mordisco fue Susana.