Relatos

71.198

5 números que aún retumbaban en su cabeza: 71.198

Creía que se le iba a salir el corazón del pecho. Nunca había estado tan nervioso en su vida. Daba vueltas de un lado para otro en su salón sin mirar a ningún lado objeto en particular, resoplando y rascándose la sien. Llevaba ya 3 cigarros encendidos: otro propósito de 2017 que tendría que traspasar al 2018. La habitación comenzaba a tener ese olor entre asqueroso y delicioso del que estaba intentando quitarse, pero como dirían en una de sus películas favoritas, eligió un mal día para dejar de fumar.

71.198

Necesitaba algo que le tranquilizara. Se acercaba la hora que le habían marcado para aparecer por su casa, y no podía estar en aquellas condiciones. Para intentarlo, empezó a ordenar sus ideas y repasó mentalmente todo lo que había ocurrido hasta el momento en el que se encontraba.

71198. Ése era el número que habían comprado ese año en la fábrica. Todos los años jugaba. No por tradición como mucha gente, sino por un anhelo cierto de que le tocara de verdad. El sueldo no acompañaba, y a duras penas llegaba a comprar cada Navidad aquellos caros décimos de lotería. Después de años jugando y rascando como mucho una devolución, cien eurillos por aquí y paraba de contar, esta vez había decidido darse por vencido y ahorrar ese dinero para las necesidades reales de su día a día. Sólo entre el alquiler y la pensión a su ex mujer llegaba ahogado a final de mes. Todo lo que fueran gastos innecesarios, podrían esperar.

Pero entonces anunciaron que el año siguiente habría recortes en la fábrica. Algunos de sus compañeros y él mismo podrían estar saliendo con un finiquito ridículo en unos meses. “Bendita reforma laboral” pensaba, mientras se acordaba de los últimos casos más sonados de corrupción de su país. Se había hablado entre los compañeros de una huelga, pero sabía que serviría de poco. Algún medio acudiría, saldrían unos minutos en la radio, en algún periódico local, y puede que algunos segundos en televisión. Para que después ocurriera lo de siempre: unos a la calle, y otros a llevárselo calentito por detrás.

Así que cuando empezó a ver como la mayoría de sus compañeros compraban, no pudo evitarlo. 71198. Lo compró más desalentado que nunca, con esperanza nula y doliéndole hasta el último euro gastado en aquel trozo de papel que de poco serviría.

Era viernes antes de Navidad y encima con sorteo, por lo que el ambiente se notaba diferente cuando entró en la sala enorme en la que él y sus compañeras y compañeros de trabajo se pasaban horas entre tejidos y máquinas de coser. Paula había puesto espumillón por cada rincón, Tomás tenía medio escondida la botella de anís y la enseñaba con cara pícara de vez en cuando, y Ana pasó por su lado y, como cada año, repitió sonriéndole “¡este año nos toca, Ramón!”.

Y qué cojones, tocó. Él no estaba ni pendiente de la radio que habían puesto de fondo, pero empezó a notar elevarse el volumen cuando el periodista avisó de que había premio. Paula fue la primera en gritar, antes siquiera de que tuvieran que repetir el número. María no se lo creía y subió el volumen para oír bien el número que estaban cantando los niños de San Ildefonso. Él empezó a temblar: no sabía si sonreír, llorar, o pellizcarse y cortar tajantemente aquel sueño que le estaba jugando una mala pasada. Pero cuando le llegaron por detrás medio empujando y le abrazó todavía no recordaba quién, comenzó a creérselo y a gritar y saltar como los demás. Nunca había sentido tanta euforia en su vida.

De aquello habían pasado ya unas horas. En medio, una nebulosa de bullicio, cánticos, camiones de televisión, champán y escenas que siempre tenía que soportar por la televisión con una mezcla de envidia y asco. Cuando llegó a casa, no reparó en la nota que había tirada en el suelo detrás de la puerta. Se fue rápidamente a por el teléfono, y mientras marcaba a duras penas por el temblor de sus manos el número de su mejor amigo, cayó en la cuenta de que había algo en el suelo. Un papel blanco. Dejó un momento el teléfono encima de la mesa, se acercó extrañado y recogió la nota del suelo. De repente estaba asustado, pero aún así consiguió leer lo que había escrito. Un número de teléfono móvil y unas breves palabras que decían “llame si quiere aún más”.

Entonces sí que comenzó a temblar. Desde entonces hasta que Ramón se encendía su cuarto cigarro no había pasado tanto, pero se le había hecho mucho más largo que todo lo anterior y desde luego, lo recordaba mucho más nítido. Primero comprobó que seguía con el boleto, rebuscó en casa para ver si había algo raro o aún peor, alguien. Pensó en terminar de llamar a su amigo, contarle lo sucedido y pedirle consejo, o llamar a la policía y quitarse de problemas. Fue entonces cuando le vibró el móvil que había dejado en casa. Casi nunca lo llevaba al trabajo porque siempre tenía activadas las notificaciones de todo y le molestaban. En este caso, estupefacto vio que se trataba de un mensaje de su ex mujer.

“Enhorabuena Ramón, lo he visto por la tele. Ya hablaremos. Bss”

71198. Ya hablaremos. ¿Cómo que ya hablaremos? ¿Qué quería decir aquello, y por qué nunca le escribía y justamente ahora sí? Empezó a agobiarse. Se estaba encendiendo su primer cigarrillo de la mañana mientras pensaba en lo que le habían dicho en el trabajo de lo que se quedaría su querida Hacienda de cada agraciado de la fábrica. Había tardado menos de lo que pensaba en llamar al número que le habían dejado escrito. Le descolgó el teléfono alguien que se mantuvo callado. Tuvo que hablar él primero. “Soy Ramón” fue de lo poco que salió de su boca de toda la conversación.

Aún no se podía creer lo que le habían ofrecido. Alguien necesitaba comprarle el boleto, y le iba a dar el premio íntegro. En metálico. Sin Hacienda. Y la persona que le iba a dar el dinero había quedado con él en 10 minutos en un banco del parque de al lado de su casa. Sólo tenía que ir, sentarse, agacharse, atarse los cordones, dejar el boleto bajo una piedra y coger la mochila que le iba a dejar una persona sentada al lado que estaría leyendo un periódico. Sonaba a fácil, a él nadie le conocía, ni siquiera era de los que había salido hablando por televisión porque era muy tímido, y bastaba con tener bien repartido y escondido el dinero, tal y como también le habían indicado en la llamada.

Cogió el boleto, se enfundó el abrigo y la bufanda, y salió a la calle. Tenía 5 minutos hasta la puerta del parque y sabía que se le iban a hacer eternos. Apenas conseguía mover las piernas con criterio. Sabía perfectamente quién iba a cobrar su boleto: un traficante de drogas, un proxeneta…o un político. Los 2 primeros no es que le dieran igual, pero sabía que era algo que siempre iba a estar presente en la sociedad, y que él ni nadie les había votado. Pero el último…el último le jodía de verdad. Llevaba años aguantando miserias, modificaciones legislativas, recortes de salario y de derechos, crisis, y aun así seguían saliendo los mismos que no paraban de robarles a todos: a su familia, a sus amigos, a sus colegas de trabajo, y a él mismo. Estaba harto de que siempre se salieran con la suya, de que el país no hiciera nada, y de que él nunca se viera beneficiado de comportarse religiosamente con todos sus impuestos y sus facturas mientras otros se llevaban sus riquezas a paraísos fiscales y hacían todo lo posible por tener más y más dinero. Cada vez andaba más decidido. Hacienda, la corrupción, su ex mujer que se quería llevar la mitad o más, los fracasos de su vida, la de tonterías que había tenido que aguantar, el 71198. Ya no se iban a reír más de él. Se paró unos segundos en la esquina donde podía girar a un lado e ir a la sucursal de su banco, o al otro y entrar en el parque.

Se giró y avanzó con paso decidido. Hacía un bonito día para hacerle un corte de mangas enorme a todos, pensó malicioso mientras esquivaba a un perro que paseaba una vecina por el parque.

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