Opinión

Que nunca se acabe

Se apagó la llama olímpica en Rio de Janeiro, y como cada 4 años, como si de unas elecciones se tratara (salvo en España que parece ser que últimamente son cada menos tiempo), hacemos repaso de las preseas obtenidas por España y el resto de países. Yo además repaso las horas que he echado viendo deportes que, no me da vergüenza reconocerlo, no sigo el resto de 4 años y además en muchos casos no me sé ni las reglas. Pero eso es lo bonito de los Juegos, que consigue reunir a la élite deportiva durante 2 semanas en una ciudad y que la gente se enganche a lo que sea en que participe alguno de sus nacionales. Y es que practicar deporte es precioso, sano y un gustazo, estamos de acuerdo. Pero poder disfrutar de partidos inolvidables, de saltos increíbles, de carreras épicas, de momentos de tensión con tiros al aro en el último segundo, de puntos interminables, es uno de esos gustazos que no me puedo perdonar perderme cuando existe la ocasión. Porque el deporte forma parte de nuestra vida y queramos o no, todos sentimos un algo en algún momento que nos hace gritar un «¡vamos!», «¡uy!» o «¡joder!» que es imposible guardarse dentro si se tiene sangre en las venas.

Por todo ello, este año al terminar las Olimpiadas, además del repaso mental de metales y horas invertidas con el televisor y la radio encendidos, me he puesto a pensar en la generación tan buena de deportistas que estamos viviendo. Y no sólo de Juegos Olímpicos. Las generaciones anteriores pueden alardear de Pelé, de Maradona, de Mark Spitz, de Carl Lewis, de Nadia Comaneci, de Zatopek, de Eddy Merckx, de Abdul Jabbar, de Mohammed Alí, de Agassi.

Pero yo he visto a Usain Bolt volar, casi literalmente, y clavar el crono en un récord del mundo abrumador frenándose al final de la carrera. He visto a Michael Phelps ganar medallas de oro como si de pipas se tratara. Se me han puesto los pelos de punta viendo jugadas de Messi, Zidane y Ronaldinho. He llorado de alegría con el gol de Iniesta en un Mundial que nadie pensaba que ganaríamos. Mis vecinos han sufrido mis gritos con cada passing shot de Nadal a Federer, el más grande del tenis de todos los tiempos, y he podido disfrutar de una rivalidad que será eterna entre esos dos cracks. He vivido una tensión inenarrable admirando como la España de Gasol, Navarro, Rudy, Reyes, Garbajosa y otros tantos conseguían sacar caras de sufrimiento a los mejores jugadores de la NBA en cada partido jugado contra ellos. Y grité como un auténtico poseso cuando Argentina falló la última canasta en la semis del Mundial del 2006 que nos permitirá ganar nada más y nada menos que el oro. He visto a Schumacher capaz de lo mejor y de lo peor, y esperemos que lo peor se quede sólo en lo deportivo. He visto a la Alemania de fútbol masacrar sin piedad a Brasil en su propia casa para luego ganar su cuarta Copa del Mundo. Tengo la suficiente edad para recordar las cronos espectaculares de Induráin, y soy joven para haber visto cómo las escapadas estratosféricas que se marcaba Armstrong en la montaña han quedado años después ensombrecidas. He flipado con las formas de llevar la moto del Dottore y de un pipiolo como Márquez que ahora le empieza a hacer sombra. Lo de Marta Domínguez nunca quedará muy claro, pero me da igual: jamás olvidaré la forma de correr con esa sonrisa de oreja a oreja que tenía.

He vivido la época de Contador, de Mireia Belmonte, de Michael Johnson, de Teresa Perales, de Fernando Alonso, de Marta Vieira da Silva, de Gómez Noya, de las Guerreras, de los Hispanos, del segundo Dream Team, de Gemma Mengual, de remontadas épicas del Liverpool de Benítez en la final de la Champions, de Ruth Beitia, de Isinbáyeva, de Carlos Sáinz, de Simone Biles, de Raúl y de Casillas, de Carolina Marín, de Ian Thorpe, de Serena Williams y Sharapova, de Enhamed al cuadrado…y sigue contando sin parar.

Que nunca se acabe esto y que sigamos viviendo generaciones inolvidables de deportistas. Brindo por ello y por ell@s.

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