Opinión

El fin de los aplausos

A mí me reenvió el mensaje mi madre, en un grupo de familia. Era el típico mensaje de whatsapp que aparece con el símbolo de reenviado varias veces. Probablemente de esos que en las últimas semanas la aplicación nos impide reenviar a más de una persona o grupo a la vez. El mensaje tenía un contenido claro: tras varias semanas en que la costumbre de salir a los balcones (quien tenga) a aplaudir a las 8 de la tarde venía decayendo, se estaba empezando a viralizar la propuesta de hacer un último gran aplauso, conmemorativo. ¿La fecha simbólica? El domingo 17 de mayo. Aparte de los motivos expuestos en el mensaje, no parecía que hubiera ningún otro tipo de simbolismo en la fecha. No es que fuera elegida por ser la fecha en la que, por ejemplo, pasaran a la vez de fase todas las provincias a la vez. Ni porque coincidiera con que fuera el Día Internacional contra la homofobia, o la conmemoración del primer derby de Kentucky, o el Día del Reciclaje. No. Simplemente, tal y como llegó, se tenía que ir. Alguien en su día iniciaría una cadena proponiendo los aplausos a las 8 en Italia, se propagó a España, y alguien en nuestro país decidiría poner fin a esa incertidumbre que muchos teníamos de «vale muy bonito, pero…¿hasta cuándo?».

Un día antes, el sábado 16, Julio Anguita González moría de un infarto de miocardio en Córdoba, donde había sido alcalde durante 8 años. Muere al año siguiente de las últimas elecciones generales, donde la ciudad de la que todo el mundo consideraba natural (aunque naciese en Fuengirola) le daba más votos a Vox que al partido con el que ganó dos elecciones municipales. Ironías de la vida. No obstante, no veríais al Califa Rojo cabrearse por esos resultados. Una persona que dijo «votad al honrado aunque sea de extrema derecha. Al ladrón no le votéis nunca aunque lleve la hoz y el martillo» no creo que tuviera tiempo en escandalizarse ni lanzar improperios contra la opción elegida por el pueblo, aunque no fuese seguramente de su agrado. Él estaba por encima de eso y tenía mucha más clase e inteligencia. Debía tenerla para conseguir que, a pesar de las siglas con las que se presentó, le votara la mayoría de una ciudad como Córdoba hasta en 2 ocasiones. No se presentó con unas siglas unificadoras como Izquierda Unida, o modernas como Unidas Podemos. No. Se presentó nada menos que con el Partido Comunista, que se dice pronto, y ganó. La segunda vez con mayoría absoluta.

Para cuando dejó de ser alcalde de Córdoba yo ni siquiera había nacido, así que no me voy a atrever a analizar pormenorizadamente las razones que pudieron llevar a su abrumadora elección. Pero seguramente parte de los motivos fueron los que hay detrás de las palabras suyas que he citado antes. ¿O es que acaso en esa época había en Córdoba una mayoría comunista, que pretendía el reparto de los bienes de producción entre el pueblo? Lo dudo mucho. Pero seguramente muchos de los que le votaron, sin simpatizar con la ideología de fondo del partido, veían en Julio algo como para depositar su confianza en él. Ese algo pudieron ser palabras que hoy en día cualquiera de nosotros perfectamente identificaría con el perfil de lo que, de manera general, nos gustaría a todos que tuviera cualquier político: honestidad, cordura, carisma, saber estar, predicar con el ejemplo, altura de miras.

Julio dejó esta vida en plena crisis del coronavirus. Pero ante una circunstancia excepcional en la que la mano del hombre entendemos no ha tenido nada que ver, Julio falleció rodeado de una crisis política lamentable, en la que ya sí tenemos algo más de peso. Tenemos un gobierno sobrepasado por una situación de la que de nuevo no tiene la culpa, pero cuyas acciones han vuelto a llegar tarde y algunas son razonablemente cuestionables. Además no es capaz de ponerse de acuerdo no ya con sus socios de gobierno, sino consigo mismo, dejándonos escenas de inseguridad en un panorama que necesita justamente lo contrario. La derecha de este país aprovecha como suele hacer para realizar una oposición execrable. Juega con los fallecidos, tilda de asesino al gobierno, abiertamente y sin despeinarse, y se enarbola en una bandera que sólo defiende los intereses de unos pocos creyéndose por ello más patriotas que nadie. Los independentistas y nacionalistas siguen a lo suyo: da igual que el coronavirus no entienda de fronteras, ellos siguen con su discurso de intentar imponerlas, cueste lo que cueste. Podemos intenta imponer como socio de gobierno su ideología ante la reforma laboral en un momento en que no debería haber ideologías, mientras que así consigue tapar la destrucción de los que muchos que depositamos nuestra confianza (y dinero) consideramos crucial para hacerlo en su momento: la limitación de mandatos y de sueldo. Y tragándose todo ello, creyendo a unos o a otros y alimentando la crispación, estamos el resto de los mortales que no ocupamos puestos políticos. Lo hacemos con nuestras caceroladas y nuestros insultos hacia el contrario por redes sociales o en discusiones con amigos, llevando por bandera nuestra afición innata de querer llevar la razón siempre y no ponernos en los zapatos de otro, defendiendo colores e ideas con el corazón y no con la cabeza. Lo hacemos nuestra eterna creencia de que una sola persona incumpliendo una norma sin importancia no es el fin del mundo, pero tardamos nanosegundos en lanzar exabruptos contra las masas de gente en la calle el día 1 de la desescalada o contra las hileras de coches huyendo a las zonas costeras. Lo hacemos cuando somos hipócritas y egoístas y criticamos a los que nos gobiernan por serlo.

Lo triste de esta situación no están siendo la pérdida de vidas humanas, las colas de los bancos de alimentos que cada vez son más largas, las personas que no pueden viajar para ver a sus seres queridos, o los miles de puestos de trabajo que se están destruyendo dejando a familias enteras sin recursos económicos. Lo verdaderamente triste es que en un momento histórico en el que dar un ejemplo de unidad, solidaridad y dejar apartados aunque sea momentáneamente discursos ideológicos, tanto los políticos que hemos elegido como nosotros mismos lo estamos ensombreciendo todo, dibujando una cortina de humo alrededor y despedazándonos los unos a los otros. Y hago hincapié, por si alguno cree que esto sólo va con los políticos y no con el resto: los hemos elegido. A todos, gobierno y oposición.

Suscribo todas y cada una de las palabras de Pascual Serrano en su crítica «La última lección de Anguita«:

La unánime reacción de aplauso y reconocimiento de la clase política, mediática y la ciudadanía ante la muerte de Julio Anguita será la última lección que nos habrá dado el líder comunista: que existe algo miserable en este sistema político, o quizás en la naturaleza humana, que logra neutralizar al hombre que con su  pensamiento nos muestra la verdad, la dignidad y la necesidad de levantarnos y que en vida de poco o nada le sirve en las urnas. Hay que reconocerlo y decirlo, la decencia de Anguita genera muchas loas y brillantes obituarios, pero en este país por cada uno que le hubiera votado, cien lo habrían hecho a un prevaricador, un estafador, un ladrón o un criminal. Es lo que ha estado sucediendo desde hace cuarenta años. La sociedad española, esa que ahora le aplaude como si todos ahora fuesen seguidores de sus principios, lleva muchos años matando a Anguita con nuestra hipocresía, nuestra insolidaridad, nuestro nihilismo, nuestra frivolidad y nuestro conformismo. Ojalá nos despertara tanta sensación de vergüenza propia como admiración.

Por eso, Hulio, qué triste e irónico el último aplauso que te dedicamos el día después de tu muerte. Espero que no nos guardes rencor.

2 comentarios sobre “El fin de los aplausos

  1. Santiago, sé fuerte. Como le dije hace poco a alguien, parece que a este gobierno lo ha mirado un tuerto o que «tiene el meigallo», porque no tiene mucha suerte ni con la situación que le ha tocado lidiar, ni con las decisiones que toma, ni cómo las toma, ni cómo explica por qué las toma.
    Me temo que esta experiencia de un gobierno de coalición con apoyos de partidos que no son leales y que sólo van a lo suyo no sirve de ejemplo para el futuro. Y de la oposición prefiero no hablar, porque se me puede calentar la boca y decir barbaridades.
    Un beso y paciencia, que el Santo Job lo pasó mucho peor.

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