Relatos

La polilla

Su mirada estaba clavada en lo alto de la puerta de la cafetería, y no podía quitarla de allí. El ruido de fondo le sonaba a un murmullo lejano del que no reconocía nada. Reconocía a duras penas una televisión encendida, una cafetera hirviendo la leche hasta convertirla en magma volcánico, cucharillas chocando con platos y tazas, un camarero que pedía dos enteras con jamón y aceite, voces hablando de trabajo y banalidades, y una compañera que le estaba contando a saber qué mierda. Le daba todo igual. Había localizado a una. La época había comenzado y ya nada podría detenerlas.

Una puta polilla del tamaño de su dedo índice extendido.

Allí parada como si el mundo no fuera con ella, encima de la jodida puerta por donde tenía que salir para más inri. Bendito el momento en que su compañera había decidido entrar a desayunar dentro por el calor de la calle. Al aire libre se ponía menos nervioso, pero esa sensación de espacio cerrado y de no tener escapatoria si aquello se ponía a volar…

– Santi, ¿qué te pasa?

Volvió en sí en el momento justo en que Teresa, con cara rara, se giraba a mirar donde él habia tenido fija la mirada. Su reacción no se hizo esperar, y con una mezcla de expresión cómica e incredulidad, Teresa volvió de nuevo la cabeza hacia él y le preguntó «¿en serio? Por favor, si es sólo una polilla de nada que no hace daño a nadie».

Siempre le había tocado mucho los cojones ese argumento. Osea, que estaba socialmente aceptado que a la peña le dieran miedo las cucarachas, que también son inofensivas, no lanzan veneno y rara vez se las ve volar por ahí (afortunadamente), pero que a él le diera miedo un bicho volador cuyas intenciones son siempre un misterio y no sabes si se va a quedar quieta horas o se va a echar a volar de manera aleatoria chocándose con todo, incluyéndote a ti, eso, ESO, a la gente le parecía incomprensible.

– Bueno venga, vamos a pagar que ya llevamos un rato y seguimos trabajando.

Santi lo propuso mientras se levantaba rápido de la silla, miraba de reojo hacia aquella especie de mancha oscura en la pared blanca, y se dirigía a la barra para pagar. No tenia ganas ni de esperar, ni de estar girando la cabeza cada dos por tres en dirección a la puerta, así que dejó 5 euros encima de la barra, avisó al camarero e invitó a Teresa. «Otro día pagas tú» dijo mientras se encaminaba al peor momento del día, el momento crucial: tenía que cruzar la puerta. La polilla estaba a sólo unos centímetros del resquicio de arriba, y podría echar a volar en el peor momento. La duda era: ¿cruzaba él primero o dejaba cruzar primero a Teresa y que en el mejor de los casos se la comiera a ella primero? Su paso hacia la puerta era dubitativo, sin dejar de mirar al bicho del infierno que ya podría haberse colado en una esquina escondida (ojos que no ven…). Teresa le adelantó con paso decidido, pero entonces lo visualizó claramente: tenía que cruzar primero como fuera, abrir la puerta rápido y salir escopetado de allí. El primero que abriera la puerta activaría la furia polillil, ésta comenzaría a volar y el pobre que fuera en segundo lugar sufriría las consecuencias. Sin pensárselo dos veces, pegó dos semi saltos hacia delante, medio empujó a Teresa por el lado, abrió la puerta agachando la cabeza y pegó otro medio salto hacia la calle, separandose lo suficiente de la puerta para que no le pillara la escabechina.

Lo único que vio Santi por el rabillo del ojo fue a un ciclista por el lado al que no le dió tiempo a frenar, pegó un grito y, lo siguiente que notó no fue un azote de la polilla sino de la bicicleta que le atropelló y lo tiró al suelo.

Víctimas no había habido, pero el susto, el rasguño en el brazo, los improperios del ciclista y las risas de su compañera no ayudaban a salir del bochorno que había organizado. Estaban volviendo a la oficina hablando de lo ocurrido, Teresa sin poder parar de reír, y él asqueado e incómodo por la situación que sabía era bastante ridícula.

– A este ritmo vas a morir por culpa de una polilla.

No le parecía tanta tontería ni tan improbable. Cuando fuera mayor y empezara a tener achaques de corazón, a ver cómo sobrevivía a alguna situación parecida. Su única esperanza era mudarse a la Antártida donde lo máximo que podría atacarle sería un oso polar o una foca, mucho menos peligrosos y asquerosos.

No veía el momento de que acabara la mañana de bromas en su trabajo con lo de la dichosa polilla. Hasta su jefa se había enterado y reído. Por fin llegó la hora de salir, una gozada poder hacerlo a mediodia en verano, si no fuera por ese calor asfixiante que le abrasaba mientras llegaba al coche. Hubiera puesto el aire acondicionado si no hubiera sido porque estaba estropeado y tenía que llevarlo al taller. Maravillosa época del año para ello. Ventanas bajadas y a ver si corría el aire entre una luna y otra en esos 15 minutos que tardaba en llegar a casa para no aparcar hecho un flan. Iba pensando en su triste vida de miedica por un bicho de m**** que era capaz de amargarle cualquier momento del día, estuviera donde estuviera. Le esperaba una vida dura de aguantar burla tras burla, y todo por un maldito insecto que estaba seguro que en la cadena alimenticia no jugaba ningún papel. Se tenían que haber extinguidos los pobres tiranosaurios y no las putas polillas. Seguro que «Parque Polillil» en vez de «Parque Jurásico» no hubiera tenido tanto éxito en taquilla, pero…iba pensando todo ello conduciendo por una avenida, cuando de repente algo negro entró por la ventana del conductor y le golpeó el brazo izquierdo. No hacía falta que se parara a averiguar qué era. Su instinto le hizo moverse en un ataque rápido de espasmos, agachar la cabeza, pegar manotazos, y para cuando se dió cuenta, «pum»…

Entró por la puerta de casa con una ira contenida que sólo podía ser fruto de la resignación más deprimente. Ya no sólo tenía que arreglar el aire acondicionado del coche, sino el desperfecto del morro por haber chocado con una farola. Por suerte no había chocado contra otro coche ni atropellado a nadie, lo cual hubiera sido más dramático. «A este ritmo vas a morir por culpa de una polilla». Y le hacía gracia a la jodía encima…a este ritmo lo que iba a hacer era fundar una Asociación de Afectados por las Putas Polillas (A.A.P.P.). Se había hecho más daño al bajarse corriendo del coche nada más chocarse que en el propio golpe. La gente se había acercado asustada y sorprendida pues el giro brusco había sido de repente, y varios peatones curiosos le preguntaron qué cómo había podido salirse así de la calle. Él balbuceaba mientras buscaba que no tuviera todavía la polilla encima posada disimuladamente en su espalda o vete tú a saber dónde, y se daba manotazos por todo el cuerpo mientras…

¿Qué había sido ese ruido? Estaba en el piso de sus padres, donde vivía mientras siguiera en su ciudad natal trabajando, que ya habría tiempo para independizarse. Había oído como un golpecito en el salón y estaba seguro de que estaba solo en casa, puesto que sus padres llegaban más tarde de trabajar.

– ¿Mamá? ¿Papá?

Nadie. Decidió entrar poco a poco en el salón. Estaba bastante oscuro como todos los días de verano, con las persianas casi bajadas del todo para que no entrara el bochorno, y veía a duras penas. Muy lentamente iba andando concentrado en su sentido de la vista y de la audición a ver si volvía a identificar algo. ¿Qué podía haber sido? Fue como un proceso lento de asimilación, muy de película de Hollywood, mientras su mano derecha se posaba en la cuerda de la persiana para levantarla. Iba repasando la noche anterior, donde él se había ido a dormir y había dejado a su madre en el salón adormilada en el sofá, con la luz de la lámpara encendida, la tele puesta, y la terraza abierta por donde fácilmente podían…

Su mente concluyó la cruel realidad lo suficientemente tarde como para que él ya hubiera impulsado la persiana de un tirón seco hacia arriba. Decenas, o lo que a él su mente aterrorizada le hizo creer que eran miles, de polillas comenzaron a revolotear violentamente desde la cortina hacia todos lados. Entró en un shock nervioso indescriptible de movimientos sin sentido y que poco podían hacer contra lo que tenía encima. No sabía si era peor el ruido del revoloteo, de los golpes secos de cuerpos pequeños peludos contra todo objeto que se pusiera por delante, o sentir que de vez en cuando contra lo que chocaban era cualquier parte de su cuerpo: brazos, piernas, torso, cara…no por Dios, la cara sí que no, todo menos eso. Estaba emitiendo gemidos de pavor cuando una pierna tropezó con otra, y con los brazos esquivando alrededor todo lo que podían no le dió tiempo a evitar una caída tonta, pero firme, de su sien contra el pico de la mesa de cristal del salón.

«A este ritmo vas a morir por culpa de una polilla» fue el último pensamiento que cruzó su cerebro, y lo último que vio un aluvión de insectos voladores a su alrededor, haciendo un ruido asqueroso, que seguramente sería una risa maliciosa del peor ser que había poblado la Tierra.

3 comentarios sobre “La polilla

  1. Doy fe de tu fobia, terror, pánico, aversión o cualquier otro vocablo que prefieras para definir la que te provocan las polillas. O las mariposas o cualquier otro insecto de tamaño similar. Es la MOTEFOBIA, o lepidopterofobia, cómo seguramente sabrás dada tu extensa cultura. Pues nada, niño, los psicólogos tienen buenas soluciones para tratar esta o cualquier otra fobia.
    Y teniendo en cuenta a dónde vas a ir dentro de diez días, no estaría de más que visitaras uno.
    Buen fin de semana.

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