Relatos · Viajes

Nikolai

Sol mayor, luego Re mayor, seguido de un Re en séptima…otro Sol mayor, de nuevo Re Mayor, cambia a Re séptima de nuevo…

Movía los dedos por el teclado de forma automatizada. Ya no necesitaba concentrarse apenas en los cambios de ritmo y de acordes. Había dejado de contar cuántas veces llevaba tocada la canción de «Pajaritos» esa semana. Ese mes. Ese año. Le dolía la mano, que a esas alturas ejercía la presión mínima indispensable sobre las teclas del piano para poder sonar. Era el tema de cierre estrella, el que siempre le pedían cada noche para acabar, y que con una sonrisa él aceptaba siempre ejecutar, displicente, procurando parecer simpático. Se acercaban a la última esclusa del viaje, la que daba fin a la última noche del crucero fluvial por Alemania, en ese circuito del Rin romántico y el Mosela que tan idílicamente habían navegado durante una semana.

Era principios de agosto y, por primera vez ese año desde que comenzaran la temporada, no les había llovido un sólo día del viaje, salvo un breve intervalo en la mañana de la visita a Tréveris, la que catalogaban los guías como «la Roma alemana». Como siempre, habían partido un sábado de la ciudad más grande (Mainz o Maguncia, según se quisiera emplear el latinismo o no) tras concederles a los pasajeros unas horas de visita, dejarles sus equipajes en las respectivas cabinas para que no tuvieran que preocuparse de nada, y haber tenido el tradicional cocktail de bienvenida con el capitán y la tripulación. Un día y una noche navegando para llegar a Cochem. Luego, habían pasado por Beilstein, Bernkastel-Kues, Tréveris (y quien quisiera, Luxemburgo), Coblenza, una tarde entera recorriendo 65 kilómetros de río rodeados por antiguos castillos que conforman un bello Patrimonio de la Humanidad, y finalmente, Rüdesheim.

Salvo por el máximo responsable de la embarcación, que a veces cambiaba, el resto de miembros se conocían ya. Se habían habituado unos a otros a sus bromas, sus formas de hacer y trabajar, e incluso el cúmulo de semanas había dado para que se formaran pequeños guetos: los guías tomaban algo con los guías, los camareros pasaban los ratos que tenían con otros camareros, los cocineros con otros cocineros…Nikolai entraba en una categoría vaga. No era guía, ni servía comida ni copas, ni formaba parte de la tropa de personal que limpiaba habitaciones o hacía las camas, ni de la que se amontonaba en las cubiertas inaccesibles a los pasajeros para realizar las maniobras del paso por esclusas, atraques y desamarres. Él era el pianista del barco. Hablaba con todos, pero no entablaba amistad con ninguno. Cuando acababa su turno, algunas veces se quedaba en el bar a tomarse algo y en su pobre inglés, mantenía alguna que otra conversación con los camareros o algún pasajero al que le caía en gracia. Como esa semana, donde un chaval español se puso a hablar con él una noche en la cubierta baja de proa. El chico le contó que era de Sevilla, del sur de España (por si no ubicaba la ciudad), y que estaba allí de viaje con sus padres, su hermana y unas amigas gallegas. Nikolai aprovechó y le contó su historia.

Nació en Bulgaria hacía ya 56 años, en el seno de una familia gitana. A pesar de lo que muchos solían pensar cuando contaba sus orígenes, tuvo una infancia bastante feliz. Humilde, pero feliz. Recuerda que con 5 años vio por primera vez un piano, y cuando escuchó la melodía que el artista interpretó, se quedó embelesado. «Papá, quiero ser pianista». Su padre se rio, pero poco a poco se dio cuenta de que no era un capricho pasajero de un niño pequeño, sino una auténtica pasión, y con los poquitos ahorros que contaba en ese momento, al año de aquel flechazo, le regaló por su sexto cumpleaños un órgano electrónico. Desde entonces, Nikolai se pasó horas y horas sentado, sacando canciones de oído, mejorando cada semana. Así llegó a la adolescencia siendo un verdadero virtuoso del instrumento, pero tuvo que parar durante un tiempo cuando la vida personal le puso a trabajar. Con 17 años, su familia organizó un matrimonio concertado con la hija de otra familia del mismo pueblo, que apenas tenía 13 recién cumplidos. Divertido, Nikolai contó al chico que le escuchaba, atónito y ojiplático, cómo desvirgó a su mujer unas noches antes de la boda, que debía coincidir con el 18 cumpleaños de ella. Pero que no podía esperar a la noche del casamiento. Unos 9 meses después nació su primer hijo. Nunca supo exactamente si fue concebido antes o después del matrimonio, pero eso a él ya le daba igual. Antes de eso, Nikolai había tenido que servir un par de años al cumplir los 18 en el ejército, pero pudo volver a casa. Impulsado por los entrenamientos militares que hizo, se metió a boxeo con 20 años. Su complexión, perseverancia y estrategia en el combate le hicieron ganar unos cuantos campeonatos importantes. Pero cuando vio que no iba a tener mucho más recorrido y que tenía una familia a la que cuidar, decidió retirarse y volver a centrarse en el piano. Nunca había llenado un auditorio, pero el mundo de los cruceros le había permitido desde hace unos cuantos de años enviar suficiente dinero a casa, donde seguían viviendo su mujer y sus hijos.

Nikolai vivía en un bucle continuo. Durante la temporada de verano, su agencia de viajes les hacía navegar los ríos alemanes. Y cada semana, los guías explicaban a los turistas las mismas historias y anécdotas de cada pueblo. Y cada día de cada semana, las mismas fiestas y actividades nocturnas en el bar del barco, donde él interpretaba las mismas canciones una y otra vez. Una y otra vez. Lo único que cambiaba de una semana a otra eran los pasajeros. En esta semana, aparte del chico al que contó la historia de su vida (y que tenía un nombre como de Santo o algo así), se percató de que había un hombre que todas las noches vestía unas camisas…digamos extravagantes. Tenía aire de haber sido alguien famoso en su época, y desde luego de haber tenido una vida peculiar y movida. Aunque le recordaba físicamente a otra persona…un aire a cierto escritor conocido por sus novelas de terror. También estaba esa pareja peruana, tan altos y distinguidos, que viajaban con los padres de ella, tan sumamente elegantes y radiantes a todas horas, y que aunque pareciera que tenían 15 años menos que Nikolai, pudo escuchar en cuchicheos del barco que tenían exactamente su misma edad…y que gustaban de ciertas actividades nocturnas con otras parejas del viaje. A Nikolai cada semana su posición de pianista del barco le daría para ganar confianza con muchas de las personas que por allí pasaban. Pero, sabiendo el final que tendrían todos los pasajeros, procuraba no cogerle cariño a ninguno.

Al día siguiente de la conversación nocturna en cubierta con aquel chico, como cada semana y para cerrar el ciclo, tocaba la fiesta temática de comida bávara. Mientras todos se pegaban un auténtico festín, Nikolai se escabullía siempre a tomarse una ensalada en su diminuto cuarto. El ver toda esa gente engullendo esa carne le provocaba escalofríos. Como era habitual, tuvo pesadillas en la siesta, pero tras una ducha de agua fría, se repuso y fue capaz de volver a su espacio de seguridad: su banqueta y su piano. Cuando Nikolai acabó de interpretar I say a little prayer, Enrique, que era el guía jefe, usó su micrófono para agradecer la actuación de Nikolai y recordarles a todos los pasajeros que, si se habían quedado con hambre, esa noche tendrían la cena de gala con el capitán de despedida y la última fiesta en el bar, amenizada de nuevo por Nikolai, que agradeció los aplausos levantándose del asiento y acompañando con gestos de tímidas y disimuladas reverencias, que en realidad aprovechó para agachar la cabeza y disimular la cara de hastío y asco que sentía por sí mismo.

Último día. Última cena. Había dejado de contar cuántas veces llevaba tocada la canción de «Pajaritos» esa semana. Ese mes. Ese año. Le dolía la mano, que a esas alturas ejercía la presión mínima indispensable sobre las teclas del piano para poder sonar. Era el tema de cierre estrella, el que siempre le pedían cada noche para acabar, y que con una sonrisa él aceptaba siempre ejecutar, displicente, procurando parecer simpático. Se acercaban a la última esclusa del viaje, la que daba fin al crucero. De lejos, miró al capitán, que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se retiró disimuladamente de la sala. El público estaba entregado, fruto del alcohol y la confianza ganada durante todo el viaje. Nikolai apuraba como podía las últimas notas de la canción. Y con una habilidad ganada con la experiencia de los años, cerró impecablemente, provocando un estallido de aplausos de todos los pasajeros, que se concentraban en ese pequeño salón que ya se encontraba, sin que nadie lo hubiera apreciado, cerrado a cal y canto. El barco se encontraba totalmente enclaustrado entre las paredes de la última esclusa. Nikolai resoplaba, con la cabeza agachada entre las piernas, oyendo de lejos aplausos y vítores, e incluso le parecía oír un grupo de personas que coreaba su nombre. Oía, pero no escuchaba. Miraba la máscara que tenía que ponerse…aunque dudaba si hacerlo. Pero al escuchar los conductos de ventilación del salón soplando, se acordó de su querida mujer, esperándole en Bulgaria, y sus hijos. Se puso la máscara, y se alzó con el tiempo suficiente para ver la cara extrañada de todo su público y el gas letal saliendo por las ranuras.

Otra remesa de carne para la siguiente semana para otra remesa de pasajeros, a los cuales él seguiría tocando, en un bucle de canciones tocadas al piano por Nikolai.

***

Stephen King dejó el bolígrafo al lado de papel, y releyó el relato corto que había escrito la última noche del crucero que había decidido hacer en solitario, camuflándose en camisas estrafalarias para pasar desapercibido. Satisfecho, concluyó que había sido buena idea este viaje para tener un poco de inspiración. Se tumbó en la cama con una sonrisa, pero antes de apagar la luz, miró receloso la rejilla del aire acondicionado de su camarote. Suspirando inquieto, apagó la luz, rezando porque nunca cobraran vida sus relatos.

4 comentarios sobre “Nikolai

  1. Hijo mío con ese buen hacer que te caracteriza, eres demasiado sensible para este mundo y tan buena gente que asusta. Aunque no quiero que cambies nunca, sigue así .Te van a hacer mucho daño ( supongo que ya te habrán hecho alguno) pero de eso también se aprende.Precioso relato a Nicolai le gustaría. Un beso enorme.

    Me gusta

    1. Muchísimas gracias madre! Eso es que tú (como es normal) me miras con muy buenos ojos. De momento me caigo bastante bien a mí mismo (aunque tengo mis ratos), así que intentaré seguir siendo como soy.

      Le gusta a 1 persona

    1. Gracias padre! Facilidad para inventar, aunque menos para sentarme a escribir y buscarme una disciplina (en eso te envidio…eso y el estar jubilado, claro, que ayuda). Intentaré que no pase tanto tiempo hasta la siguiente ocasión.

      Me gusta

Replica a Mamá Cancelar la respuesta