Carmen está en el salón de casa, viendo la tele. Aunque ya la tarde va cayendo, es verano en Sevilla y el calor ha obligado a que encienda el aire acondicionado. Mejor no abrir las ventanas porque apenas corre el aire, y sólo entrarían más calor y, lo que es peor, polillas. Esas que tanto odia su hijo Santiago, que ahora mismo no la acompaña porque está viendo la otra televisión, la que se encuentra en el dormitorio principal. Hoy es domingo y su hijo, que se había ido a pasar el fin de semana fuera con unos amigos, se metió corriendo como una exhalación a poner la tele secundaria del piso, nada más volver del viaje. Apenas le dio un beso en la mejilla y le dijo un apresurado «mamá lo siento, estoy infártico«. Carmen sabe perfectamente por qué lo había dicho, y le había gritado de lejos, mientras corría por el pasillo, lo mismo que otras tantas veces cuando había visto a su hijo así: «pero vamos a ver, que tú no te ganas la vida con esto. ¡Ni que estuvieras jugando tú!»
Desde que llegó, no ha parado de escucharle a Santiago gritos, tanto de alegría como de desesperación, golpes en la cama y en la pared…su marido, Xosé, sólo se une a su hijo a ratos, y de vez en cuando le retransmite el partido a Carmen, que prefiere ni ponerlo para no ponerse ella también nerviosa. De repente, como si el mundo se hubiera acabado, escucha un enorme grito, mucho mayor que los anteriores. Un «vamos» que deben haber oído todos los vecinos del edificio. Asustada, Carmen se acerca deprisa a su cuarto, abre la puerta, y se encuentra a su hijo de rodillas enfrente de la tele, con las manos apretándose la cara, y con lágrimas de alegría sin parar de gritar «vamos coño vamos».
Es 6 de julio de 2008, y Rafa Nadal acaba de ganar su primer Wimbledon contra Roger Federer, en la considerada mejor final de la historia del tenis.
Soy una persona que le gusta el deporte (más verlo que practicarlo, lo sé), y tengo imágenes que llevo grabadas a fuego en mi memoria. Hitos históricos y no tanto, pero que en un momento dado me han tocado la fibra y me han hecho emocionarme de alegría. Pensándolo fríamente, el deporte consigue que explotemos de éxtasis por lo que consigue una persona o un grupo de personas que ni conocemos. No son familia, ni amigos, y como mucho con suerte algún día podremos hacernos una foto con ellos. Pero es lo que tiene la magia del deporte, que nos contagiamos de éxitos ajenos y los hacemos propios.
Recuerdo gritar como un poseso cuando Argentina falló un triple en el último segundo de las semifinales del Mundial de baloncesto de 2006, dando a España el pase a la final que luego ganaríamos por primera vez (sin Gasol en cancha por lesión, por cierto). Recuerdo tirar todos los vasos de una mesa por culpa del gol de Iniesta contra el Chelsea, y abrazarme con un emiratí desconocido en Dubái cuando marcó Sergi Roberto el sexto gol de la remontada del Barça contra el PSG. Así puedo contar unos cuantos momentos, que por suerte no han sido pocos.
Pero sin duda alguna, con quien más veces he gritado, me he emocionado, he desatado la locura, y me he convertido en una auténtica bestia neandertal, ha sido con Rafa Nadal. De ello pueden dar buena fe quienes conmigo hayan visto algún partido, y sobre todo mi familia, que es quien más veces ha sufrido mis alaridos (y a veces, que también forma parte del deporte, lamentos). Es innumerable la cantidad de veces que he disfrutado viendo los banana shot de Nadal, pasando a sus rivales que se quedaban mudos en la red. La de remontadas imposibles y partidos épicos incluso para perderlos. La de veces que todos oímos «Nadal está ya acabado» para volver y ganar uno y otro título. No sé poner cifra a cuántas veces habrá visto el mundo sus rituales en pista, sin pisar las líneas, moviendo las piernas como un loco, secándose el sudor y tocándose la nariz y la frente, la camiseta y ajustándose el calzoncillo. Su humildad, tanto jugando como fuera de la pista. Su imagen familiar y de buen amigo con sus rivales más directos, los que le han arrebatado ser el tenista con más títulos Grand Slam de la historia pero, al mismo tiempo, le hicieron llegar donde llegó.
El domingo pasado, como si fuera un regalo adelantado de su cumpleaños, la pista central de Roland Garros rendía un homenaje digno de héroe a quien más veces ha ganado el trofeo en la historia. Precioso tributo hecho en la capital de Francia, ojo, a un deportista extranjero. Chapeau, todo hay que decirlo. Le han dejado en el suelo un bonito recuerdo que verán ya todos los tenistas que pasen por allí y que perdurará para siempre. Porque eso es lo que hacen las leyendas. Perdurar.
Gracias, Rafa, por hacernos disfrutar con tu tenis tantos años. Has sido, eres y serás siempre mi puto ídolo.
Doy fe, Santiago, de todo lo que dices. Y no comentas nada del gol de Iniesta que nos dio el mundial de Sudáfrica. Estábamos en Rota. Yo no pude ver el partido, no solo porque en esa época me ponía nervioso con el deporte, sino porque vi el primer partido, perdió España contra Suiza y ya mi familia me impidió ver el resto de partidos porque decían que yo le daba mala suerte a la selección. Así que me pasé la final paseando por las desiertas calles de Rota, aunque después disfruté de la celebración como hicimos todos
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